Las despedidas son una mierda. Punto.
No hay forma bonita de adornarlas. Toda esa basura de “cerrar ciclos” y “abrir nuevas etapas” es puro discurso barato de coach de TikTok. La neta es que cuando dices adiós, lo que queda es un puto hueco que no se llena ni con alcohol, ni con cigarros, ni con esa sonrisa falsa que te inventas frente al espejo.
¿Y qué? La gente se va. Los lugares se mueren. Los recuerdos se pudren. Y uno se queda aquí, como un pendejo, recogiendo pedacitos de sí mismo entre colillas y botellas vacías. Todos dicen “ánimo, güey, vendrán cosas mejores”. Que chinguen a su madre. No viene nada. Lo que viene es otro vacío disfrazado de oportunidad, otra pinche despedida que se va a clavar en el estómago como cuchillo oxidado. El problema no es irse, el problema es que se llevan un pedazo de ti. Como perros de la calle arrancándote carne. Y tú te quedas ahí, sangrando, pero con cara de “todo bien, bro”. Hipocresía nivel Dios.
Las despedidas son tristes porque nos recuerdan que todo lo que amamos tarde o temprano se va a la verga. No hay eternidad, no hay promesas que duren, no hay finales felices. Hay ausencias, silencios incómodos y recuerdos que te despiertan a las tres de la mañana con la garganta hecha nudo. Así que sí, llámame amargado, llámame resentido, lo que quieras. Las despedidas son una putada universal, una chinga que no respeta edad, lugar ni calendario. Y aunque te hagas el cabrón, aunque te rías con la banda, aunque digas “no hay pedo”, al final todos sabemos que adentro te está cargando la chingada. Pero tranqui: siempre habrá otra peda para olvidarlo. Y otra despedida para recordarte que no sirve de nada.
Los tiempos de Dios son perfectos, en mi paso por Zumpango fue mi transformación, le agradezco mucho porque ahí fue dónde la oruga se volvió polilla. Tanto que aprendí.
Pero me voy ligero como dice mi rola: (picale para oírla)
De pronto alguien empieza a decir que mi música está culera pensando que me voy a enojar.
Yo:
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